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lunes, 23 de enero de 2012

Si bebes no la cagues (VI)

El segurata que quería ajusticiarme, en una instantánea previa a su primera comunión. Más tarde, el buen chico decidió pasarse al lado oscuro.



(El momento justo de la estupidez y sus inmediatas consecuencias).


En ese momento, sin ninguna explicación racional más allá que la puramente lisérgica, me levanté del suelo como pude, quiero imaginar, y casi todo ocurrió como a cámara lenta. Mejor dicho, todo lo que me rodeaba, incluidos Max, el negro 2x2 y la supercani tetona-traidora, iba a un ritmo estándar, como los vinilos de 33 rpm, mientras que yo, envuelto en una extraña, pero increíblemente agradable nebulosa, me cagaba en dios a 45, e incluso 78  rpm. Me sentía etéreo, volátil, sublime y muy por encima de todos los allí presentes. Podría haberles cagado desde mi gloria de las alturas, esparciendo mi legado pseudomoral a través de una lluvia escatológica sin parangón. Podría haberme convertido en el puto neoNeo, en una especie de Robin Hood con forma de ninja justiciero, repartiendo hostias como panes entre todos los quinquis pastilleros, gañanes y paletos; todas sus novias yolis, putones de barrio con anhelos de putón de reality televisivo; el segurata, negro, zaíno, de padre bragado y a punto de ser astifino, de 130 kl, que quería partirme las piernas y el careto; la gorda de su novia, embaucadora, maquiavélica e hija de la gran puta; e incluso entre el grupo de intelectualillos, reivindicativos de lo obvio, encabezado por el subcomandante para esos menesteres, Maximiliam.

Podría haber hecho todo eso y mucho más en el estado en el que me encontraba. Pero justo al levantarme, tras oír el graznido de Max, observé como éste me hacía claramente la señal de los alicates (haciendo una especie de tijera con los dedos índices), que habíamos aprendido hacía años, en el instituto, para otros fines porculeriles de adolescentes. Sin más dilación, el inconsciente amanerado le propinó una patada en los cojones al gigante negro y a toda velocidad se agachó tras él, agazapado como una tortuga asustada. Sin pensármelo dos veces, hice gala de una exquisita técnica en aquel juego infame de niñatos abúlicos; le di un empujón con todas mis fuerzas al Shrek moreno, que se quejaba, haciéndome una especie de reverencia dolorosa, y Goliat fue derrumbado al desequilibrarse con un "objeto", deliberadamente arrodillado y protegido.  Tras el  batacazo, volví al mundo de la velocidad "real".

Con nuestra victima en el suelo, cogí los abrigos y salí corriendo, abriéndome a golpes y codazos entre la muchedumbre.

- ¡Vamos Max! ¡¿A qué esperas, coño?!

Miré hacia atrás fugazmente mientras gritaba. Entre luces rojas, verdes y moradas, y destellos intensos de claridad producidos por barras de leds blanco puro, precedidas de unas décimas de oscuridad, me pareció ver como Max le daba otras dos patadas en los huevos al negrazo, aprovechando la situación desguarnecida de un tío tan grande en el suelo, todavía aquejado del primer impacto, seco, fulgurante y efectivo (Max siempre había sido un maestro en lides de pateamiento). También observé como se agachaba y cogía algo, pero como una bala se puso a mi zaga. Salimos de la Cosera corriendo como auténticos keniatas en un mundial de cross y no giramos la cabeza durante un buen rato.

Cuando los pulmones no dieron más de sí y la saliva me supo a sangre, paré de golpe. Estábamos a más de un kilómetro de la sala y nos habiamos perdido entre un maremágnum de callejuelas, que eran totalmente desconocidas para mí. Miré hacia todo los lados. No había nadie, no parecía que nos hubieran seguido hasta allí. Max se paró también, nos miramos al mismo tiempo, en silencio, con las caras casi desencajadas del esfuerzo y de la tensión vivida, y de pronto, al unísono, empezamos a reírnos como salvajes, añadiendo a las carcajadas algún que otro grito, que denotaba alivio, alegría a borbotones y restos de la adrenalina consumida.

Nos encendimos un cigarro y lo disfrutamos más que si hubiéramos echado un buen polvo. No nos decíamos absolutamente nada. Sólo fumábamos felices, inhalando el humo de la victoria. Estábamos deleitándonos con el momento, lo viviamos con todos nuestros sentidos a flor de piel, y en ese instante nos sentimos invencibles. Los putos amos del mundo. Pocas veces en mi vida he tenido una sensación similar a la experimentada en ese oscuro callejón, alejados de todo el ruido, apoyados en un Seat Ibiza rojo, mientras el lucky se consumía al son de nuestra sintonía muda. En silencio es como mejor se asimilan los grandes triunfos. Esa misma noche estaba siendo consciente de ello.

- ¿Qué es eso? - Pregunté. rompiendo el momentazo, cuando ví a Max sacarse una especie de cartera de cuero muy usado.

- Nuestro fin de semana subvencionado.

- ¿Qué?... ¿Qué quieres decir con...? No, no habrás sido capaz... ¡Hijo de puta!, dime que eso no es...

- ¡La cartera del segurata cabrón! - Vociferó Max, mientras reía de nuevo como un poseso- Mira tío, 300 napos llevaba el muy bastardo... y marihuana... parece buena, a ver como huele... umm... ¡Pura vida, hermano!- Me dijo, emulando a Denis Hopper en Easy Rider.

La noche continuó siguiendo las directrices maxistas, es decir a full, sin contemplaciones y sin demasiada coherencia ni templanza, hasta que nos fundimos practicamente los 300 euros y la bolsa de maría, alternando algún viaje a los lavabos de La Terna, y posteriormente de la Bonney. Fue una noche gloriosa. Una gran fiesta en la que los protagonistas absolutos fuimos Max y yo. Todo lo demás nos daba lo mismo. Recuerdo vagamente ser feliz, olvidar la pose de chico atormentado y disfrutar como un crío de aquel momento.

Sé perfectamente que se lo debo a Max. Puede que lo necesite. Puede que incluso llegue a quererlo un poco. Algún día.

(Continuará... para terminar ya, de una vez)