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sábado, 10 de julio de 2010

Aprendiendo a ganar

Aprendiendo a ganar




Cuando se acercó el Director General a la mesa, le atisbé desde el fondo
del pasillo altivo y elegante, como de costumbre, pero en esta ocasión le
observé una incipiente sonrisa, de las que él no solía hacer gala. No dije
que lo sabía. No quería parecer presuntuoso, pero llevaba esperando
aquel día mucho tiempo, mas del que nadie se podía imaginar.
Probablemente toda la vida.

Estaba deseando llamar a casa y contar la gran noticia a Mara, mi mujer,
mi gran apoyo durante todos estos duros años de tanto trabajo y
sacrificio. Nadie mejor que ella conocía el esfuerzo diario que había
supuesto este empeño. La de noches comiendo la cena fría, la de fines de
semana quedándome en la oscura y solitaria oficina… Todo había
merecido la pena. Lo habíamos conseguido. Los dos.

Cuando el gran jefe me dio el abrazo que tanto deseaba recibir, mi equipo
descorchó champán, ése que ya estaba olvidado de las pasadas
navidades, y en un abrir y cerrar de ojos estaba rodeado de un montón de
gente, que no paraba de darme palmadas en la espalda y algún que otro
beso. Estaba exultante. Era mi momento. Llamé a casa, pero Mara debía
estar comprando, y colgué tras esperar varios tonos.

Desde bien joven fui muy ambicioso. Todo lo que me proponía lo
conseguía. No cejé en el empeño nunca, ni cuando obtuve el premio fin
de carrera, ni el día del Ramón y Cajal, ni tan siquiera cuando logré la
plaza fija o al llamarme, por fin, del ministerio. Cuando hacía deporte me
pasaba lo mismo, estaba bien dotado genéticamente, pero mi
perseverancia era mayor virtud aún. No paré hasta ser campeón de
España, y si no llega a ser porque me llamaba más lo académico, mis
éxitos hubiesen sido internacionales a buen seguro.

Y qué puedo decir del reto de Mara… Fue increíble. Estuve trabajándome
la relación más de ocho meses, y pese a que nadie daba un duro por mí,
al final logré salir con ella. Un año después nos casamos, y la boda, que
fue por todo lo alto, sigue siendo recordada por todo el mundo como la
ceremonia más bonita que jamás hayan presenciado. Nos fuimos de viaje
de boda a Kenia, e hicimos un safari espectacular… Desde el principio
hemos sido la pareja perfecta y podíamos notar la envidia de la gente
reflejada siempre en sus ojos, cuando paseábamos abrazados, como
novios eternos. Esa sensación me sigue excitando hoy día.

Tras unos cuantos brindis de más con todo el equipo, volví a llamarla,
pero no hubo suerte. Nunca tenía el móvil a mano. Pero me daba lo
mismo, embriagado de éxito y burbujas, pensé en coger el coche, llegar lo
antes posible a mi hogar y por supuesto, seguir celebrándolo por todo lo
alto.

En el trayecto a casa, me pasaron cientos de cosas por la cabeza, como
pequeños fotogramas de mi vida, que a modo de estrellas fugaces,
recorrían mi mente y me iluminaban por dentro. Pensé que eso sería lo
que sentían los grandes deportistas en lo alto de un podium, al oír el
himno en su gran día. De pronto, sentí lágrimas surcando el desfiladero
de mis mejillas. Probablemente fue el momento más feliz de mi vida.

Bajé del coche, todavía emocionado, caminé lentamente hasta el porche
de la entrada y cuando abrí la puerta, me encontré con la casa desierta.
No quedaba prácticamente nada. Tan sólo una nota escueta de
despedida, unos pantalones vaqueros de hombre que no recordaba y un
móvil con poca cobertura. Y dos llamadas perdidas.