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lunes, 19 de julio de 2010

EL HOMBRE QUE LE ARRANCABA LA PIEL A LAS PALABRAS



Sentía desde hace tiempo que le debía algo al gran José Saramago. Sentía una necesidad imperiosa de homenajearlo, recomendarlo, recetarlo, valorarlo. Sentía que había sido alguien muy grande; tanto como pródigo en valores literarios y humanos. Una persona por encima del personaje, un sabio humilde, un viejo rebosante de juventud, un valiente feliz, un escéptico reflexivo, un solitario taciturno que escribía para que le quisieran, para no morirse, para comprender. Un hombre que quiso ser por encima de todo un “hombre bueno”. Un hombre que llegó al cielo de la literatura. Al universo de nuestros corazones.
Una entrevista a Pilar Del Río, mujer de José, en CNN; preciosa, entrañable y muy emocionante, llevada cabo con gran magisterio por Iñaki Gabilondo, me dio la clave de mi necesidad.
Esa mujer, grande en humanidad y conocimientos, como su marido, describió con emoción contenida sus últimas charlas con José, sus últimos días, sin dramatismo ni tristeza, pero llena de integridad, bondad y un brillo espectacular en sus ojos, reflejo sin duda de lo que es su alma. Un alma tan ligada a la de su marido, que sería imposible separarlas al termino del gran baile de las ánimas, el día del juicio final.
Nos recordó que no llora nunca porque lo pudo conocer, que el que no lo conoció, es quien realmente debería llorar. Que su despedida fue a la par que su vida, llena de alegría… pero también de rabia, mucha rabia. Rabia con la que escribió, con la que pensó, con la que convivió. Rabia por no entender, por la ceguera humana (esa luz blanquecina que escribió en un impresionante ensayo relatado), por la progresiva deshumanización. Rabia por el “tendido 7” de la cristiandad, como explicaba Pilar, aludiendo a los prebostes del vaticano. Porque para cristiano de base, Saramago, decía su mujer, aunque le duela a sus detractores vestidos en oro, púrpura y escarlata.
Nos alumbró con anécdotas de un ser tan sensible como ocurrente. Todos los relojes de la casa que compartían en Lanzarote, Saramago los había parado a las cuatro en punto, hora en que se conocieron Pilar y él, un 14 de junio de 1986. Y un estremecedor dato. José, que nunca olvidó una fecha, equivocó en su última entrevista ese día cumbre en su vida. Contestó al periodista, “el 18 de junio”. Curiosa y desgraciadamente, el 18 de junio fue el día que falleció el genio portugués. Era como si el subconsciente de José hubiese adelantado la fatal fecha, como si el desenlace de su última novela hubiera estado escrito de antemano en algún rincón de su cerebro.
Siempre comentaba Saramago que su gran frustración era la de no haber sido maestro, era su verdadera vocación, su gran sueño; de ahí, señalaba, “la tentación de enseñanza en mis novelas”. José fue autodidacta, no fue a la universidad, pese a ser nombrado Doctor Honoris Causa en infinidad de éstas. Nunca se jacto de ello, más bien todo lo contrario, se sentía apenado cuando lo trataba en sus charlas. Nunca me dejará de sorprender tanta humildad en tan excelso personaje. Es hasta cierto punto irónico, que alguien, pudiendo encarnar per se al auténtico y genuino Maestro, echase de menos ese desempeño, y que paralelamente haya tantos y tantos en nuestro sistema educativo, zafio e imperfecto, que manchen dicho nombre. Si no fuera porque es en realidad muy triste, me echaría a reír mientras escribo estas líneas.
Podríamos seguir hablando y escribiendo de quien humanizo al genio, del que puso en aviso a los jóvenes de su deber, la responsabilidad, y por qué no decirlo, de la gloria de llevar al mundo la felicidad. Del que quiso hacer un libro feliz y siempre se percató de que diciendo lo que pensaba, sería feliz. Del que actuó sin temor como látigo contra adoctrinamientos y plutocracias. Del que nos enseñó a los que nos encanta la literatura, una máxima que no te muestran en ninguna escuela, que a las palabras hay que arrancarles la piel. No hay otra manera para entender de qué están hechas.
En definitiva, como dije antes, la interesantísima y estremecedora entrevista a Pilar Del Río, me mostró el camino de lo que sentía desde hace mucho tiempo. Saramago no subirá a las estrellas, porque Saramago pertenecía a la tierra. Al gran José lo encontraremos siempre. Donde el quiso. En la bondad de los hombres.
Lo que yo le debía a Saramago es algo que él mismo nos dio a todos. En un fragmento de “la balsa de piedra” nos decía que con una palabra, a veces, basta. Ahora ya sé lo que me faltaba. Gracias, José. Gracias, Saramago.