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jueves, 16 de septiembre de 2010
CRÓNICAS DESDE TURQUÍA (II) El taxi
Quien haya estado en Estambul y no se haya montado en un taxi, ha perdido una oportunidad única de experimentar sensaciones que difícilmente pueden adquirirse en un parque de atracciones, o viendo una persecución de Steve McQueen en ‘Bullitt’ . Si deseáis segregar adrenalina extra, super o 98, no lo dudéis, montaros en algún momento de vuestra visita en un coche amarillo, de esos que no dejan de pitar durante todo el día (a veces lo hacen de puro vicio, estoy seguro que en su casa, en vez de timbre, utilizan claxón).
Mi mejor aventura se produjo la semana pasada, al montarme en uno, dirección al Pabellón de deportes. En menos de un minuto, el honorable taxista turco nos introdujo en un maremagnum de gentes, gallinas y puestos de mercadillo, que será difícil que olvide pronto. No sabía si gritar, taparme lo ojos o asistir al personal que firmemente creía que íbamos atropellando.
Para salir del atolladero, este buen hombre (sin cambiar el rictus en ningún instante) decidió, unilateralmente por supuesto, tomar un atajo marcha atrás a toda velocidad. En ese momento pensé que lo de ver toda tu vida pasando como una película, justo antes de palmarla, en mi caso, el destino me lo presentaba irónicamente a la manera de Benjamin Button.
Tras pasar de nivel en este Mario Bross turco, la siguiente prueba venía a ser la archiconocida marcha en dirección prohibida. Calles estrechas, donde un solo coche ya iba bien justo, curvas cerradas sin visión alguna, sorpresas en mitad de la calzada… El tramo contra dirección apenas duró tres minutos, pero a mí me parecieron tres años, y lo más curioso y casi hilarante (de no ser porque todavía me recorría sudor frío en medio cuerpo y el corazón parecía querer emanciparse de mi pecho); el taxista NO PITÓ ninguna vez, ni siquiera al tomar las curvas. Después de oírles sin parar todo el día…
Ya en la circunvalación, por fin, lo de menos fue la velocidad desmedida que te encajaba la cabeza en el respaldo, o los piques con sus compañeros, a golpe de risas y caladas a cigarros resecos de contrabando.
Llegamos a nuestro destino. Aturdidos, pero felices al poner pie en tierra y pagamos lo religiosamente pactado de antemano. La atracción sale barata por lo menos.
Al alejarnos del taxi, sonreí sin casi quererlo, y me vino una extraña sensación pseudo masoquista, convencido de que en breve repetiría la experiencia.
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1 comentario:
y eso que no estabas muy seguro de ir a Estambul la primera vez, pues ya vas por la segunda.por cierto muy graciosa la historieta del taxi
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