Este es el The End de la historia
(Días después de cometer la estupidez)
Uno, a veces (veces como esta por lo menos), se pone en modo mindmen y es entonces, cuando fumando
la calada del pensamiento definitivo, se da cuenta de que necesita un trago
para consumar ese complejo momento de cavilación, ese instante de soledad e
introspección, ese intervalo que separa al ser vivo del ser humano. Un examen
de conciencia secular, lego, apegado a la tierra, sin necesidad de coronar
mundos celestiales para alcanzar deidades y omnipotencias.
¿Quién necesita religiones, taladradoras dogmáticas o salvadores
de la patria para tan extraordinario ejercicio, teniendo la dosis de soledad
precisa y preciosa, un paquete entero de
lucky y una botella de Emilio Moro recién
descorchada?
Uno, que es muy dado a la película, al drama colosal y a la
componenda lenta, bucólica, parsimoniosa y fotográfica, se sirve una copa de
vino del de sumo retrogusto. Vino de temple, de sabor profundo, de paladar
áspero y recuerdo indefectible. Un vino de los que invita al ejercicio de la batida
interna, a la búsqueda de la verdad recóndita de nuestro YO más certero.
Como uno, a veces (muchas), es duro de caletre y no logra
centrarse con facilidad en tareas de tanto fundamento, termina la botella de
vino sin haber ahondado demasiado en el asunto y se sorprende de que apenas le
queden un par de cigarros en la recámara. Uno se da cuenta. Es algo que no se
le escapa ni al menos observador del universo. Se ha emborrachado de nuevo y no
ha solucionado ni los “qué” ni los “porqué”, ni las causas ni los efectos, ni
las razones ni los sentimientos, ni las carencias ni los excesos.
Es cuando entre la vigilia y el sueño, con la canción Machu Picchu de fondo (todavía no le he
encontrado sentido a la coincidencia, la casualidad o la causalidad), sin
necesidad de encontrar una montaña a la que subir, uno se da cuenta de que la
llanura también puede ser reconfortante. ¿Es eso resignación? No creo. Uno no
puede perder el partido si ni siquiera ha empezado a jugarlo.
Es curioso como uno, muchas, muchas veces, necesita emanciparse,
abstraerse, evadirse en definitiva, de la realidad, drogando su conciencia para
que precisamente ésta realice su labor. En estado de sobriedad, sin embargo, se
escabulle y se refugia entre el yo colectivo, el rebaño mediático y la soledad
compartida, entre la muchedumbre que roe y roe corazones y conciencias.
Ahora pienso en Daniela. Tumbado en el sofá sonrío su recuerdo a
través de la foto que encontré el otro día, entre las páginas de un libro de
poemas de Joan Brossa (siempre me hizo mucha gracia). Pienso en su felicidad y
en lo mucho que la quiero y en lo necesario que era alejarme de ella para dejar
que escalara su montaña. Sin rémora. Sin exceso de equipaje. Sin alguien que
anhele más su soledad que a ella misma. No sé si algún día me perdonará.
Pienso en mi desdoblamiento con Max, en mi reflejo al otro lado
del espejo, en su estúpida sonrisa, arrogante y altiva, en la momentánea
necesidad de sentirme otro, mientras acepto al dueño de mi cuerpo. Pienso en
fumarme el penúltimo cigarro, en abandonar el miedo que a veces me invade al
sentirme feliz estando solo, en dormir de un tirón, en no soñar de una vez con
nada ni con nadie. Pienso en que mañana, por fin, debo empezar a ser yo.